¿Qué vas a encontrar en este blog?

Este blog nace como un pequeño proyecto literario personal para que tengan un espacio los textos que a veces siento necesidad de escribir.
Espero que sirva como canal para encontrarnos con los lectores a los que les pueda interesar esta obra. Aquí estarán publicados los relatos sobre mi hermana Soraya Lanfranco, otros textos de todo tipo y la obra de mi padre, Carlos Alberto Lanfranco, quien me encargó que la publique, poco antes de morir.

El blog se llama Sorenado en homenaje a Soraya, que ya no está con nosotros. Sorenado es un término que ella inventó cuando era pequeña. Como esta iniciativa es acerca de palabras, me pareció apropiado para que la identifique.

Espero que les gusten los trabajos y nos hagan llegar sus impresiones a través de los comentarios. De esta manera lograrmos un ida y vuelta que enriquezca el contenido.

Germán Lanfranco

martes, 9 de septiembre de 2014

El arco iris marrón - Novela por Germán Lanfranco


Esta novela la empecé a escribir una vez que no tenía mucho para hacer, ya que me habían internado en una clínica para una pequeña intervención quirúrgica.
Si bien es una obra de ficción, sus personajes reúnen características de muchas personas que conocí en mi vida.
Iré agregando los capítulos a medidas que los tenga listos. Si alguien quiere comentar o marcar cualquier tipo de error o sugerencia, será muy apreciado por mí. Actualmente hay dos capítulos donde se dan a conocer los protagonistas centrales.

El arco iris marrón



Capítulo 1

Desabrochó tres botones, abrió la camisa y liberó su pequeño torso de niña preadolescente. Sus senos, incipientes, quedaron expuestos al cálido aire de la tarde. Pese a que sabía que era imposible que alguien la vea semidesnuda, en ese extremo tan alejado del campo, miró una vez más hacia el corral y la casa. Todo estaba tranquilo. El sopor de la siesta veraniega lo invadía todo.

Aprovechando el momento de intimidad, volvió a su aventura. La había estado planeando desde la mañana, cuando escuchó en la radio una canción en inglés, que con su melodía suave y deliciosa, le hizo correr una sensación de vértigo romántico por el estómago.

Emocionada, por lo que estaba por hacer, abrazó el gigantesco eucaliptus que se erguía frente a ella; apoyó su delgada figura contra el descascarado cuerpo de la planta, asegurándose que sus tetitas desnudas acaricien la corteza del árbol y, cerrando los ojos, le dio un beso largo y pasional al tronco.

El beso no fue como esperaba. Al tomar contacto con la corteza, los labios le devolvieron una sensación áspera y seca. Se desilusionó un poco, pero no quiso rendirse. Quería experimentar emociones placenteras, sentir que el romanticismo y la sensualidad corrieran por sus venas y le  otorgaran a sus sentidos algo diferente, algo que embriague su alma y espíritu. Quería una sensación para recordar y alimentar sus fantasías románticas de niña soñadora.

Volvió a intentarlo, pero esta vez, para reforzar los estímulos, buscó ayuda en su memoria: visualizó mentalmente el rostro del príncipe de un libro de cuentos que siempre la cautivaba y empezó a tararear la melodía de la canción en inglés, que había escuchado en la radio esa mañana.

Fue en vano. No pudo experimentar ningún sentimiento romántico. Nada de sensualidad. El rostro del príncipe se desvaneció de su mente. Por otra parte, la canción en inglés la había escuchado sóĺo una vez, por lo que no pudo reproducir la melodía correctamente. Para terminar de frustrar su intento, el tronco del árbol era demasiado grueso y sus brazos de niña, no lograron rodearlo.

Así de catastrófico fue su primer romance. Aquel amante con corazón de madera y venas de savia, no le brindó las sensaciones que deseaba.

De vuelta, en el mundo de la realidad, se sintió ridícula abrazando al eucaliptus con parte de su cuerpo desnudo. Retrocedió entonces dos pasos y volvió a mirar sus  pequeños pechos. Éstos, se asomaban por la camisa entreabierta. Frustrada por su aventura fallida, volvió a cerrar la prenda; molesta por haber cometido pecado sin llevarse nada de placer a cambio.

Titubeante, después de unos segundos, decidió sentarse en el suelo.

Apoyando las manos y la pera sobre las rodillas, se quedó contemplando las nubes que viajaban entre los postes resquebrajados del alambrado. Unas cuantas vacas por allí, el molino con el tanque más allá y una serie de lejanas arboledas, que en todas las direcciones marcaban cada asentamiento rural, ero todo lo que había para ver en ese erial de la llanura pampeana.

Tras unos pocos minutos, que parecían negarse a pasar, su espíritu joven seguía ávido de sensaciones y estímulos. Por eso, no aguantó mucho en ese estado de pasividad. Se incorporó, sacudió las ramitas y algún otro material del suelo que le quedó pegado en la cola y corrió a buscar con qué entretenerse. Faltaban varias horas para que la tarde agreste y sencilla de ese lugar, caiga tras el horizonte.

II

La noche tenía su ritual que rara vez se alteraba: lavarse los pies en el lavadero, poner la mesa para la cena, comer escuchando la charla de los mayores, secar y guardar los platos y, antes de acostarse, rezar el rosario.

Mientras se preparaba para dormir, alcanzó a escuchar a su padre por la puerta del dormitorio:

—Mañana vamos al pueblo.

—¿Puedo ir, papá? —se apresuró a preguntar dirigiéndose a la habitación de sus padres.

Los viajes al pueblo, en sulky, siempre prometían cosas interesantes para ver. Además, era seguro que pasarían por la panadería de su tío, donde solían convidarla con algo rico para comer.

—Mañana tienen que seguir desyuyando con tus hermanos —fue la seca respuesta de su padre.

Su corta experiencia de vida le había enseñado que las decisiones de su progenitor nunca se cuestionaban. Pero, como la posibilidad de viajar la seducía fuertemente, con gesto suplicante se atrevió a buscar la mirada de su madre. Tal vez ella intercediera y lograría que la lleven.

—Te vas a aburrir en el pueblo. Mejor te quedás acá, así podés jugar al fútbol con los chicos, cuando terminen de desyuyar.

La respuesta de su madre anuló cualquier perspectiva de viajar.

Jugar a  la pelota, con sus hermanos mayores, no era un plan adecuado para una chica, pensó. Furiosa, por esto, no dejó que su sentimiento se refleje en la cara. Un gesto como ese, hubiera sido tomado como una falta a la autoridad paterna, que era un dogma establecido y se respetaba a rajatabla en la familia.

¿Por qué debía quedarse? Recordó entonces el suceso de la siesta y entendió por qué no la llevaban al pueblo: era un castigo de Dios, por su comportamiento pecaminoso al exponer sus partes íntimas al eucaliptus.

—Tené cuidado —La sacó de sus pensamientos el padre—. Esta tarde estabas en la punta de las plantas. —Así llamaban al sector del campo donde estaba el eucaliptus, por lo que se estremeció al oír esta frase. ¿Habrían visto lo que hizo?

—Anda un enfermo por el campo —agregó el hombre; y le devolvió el alma al cuerpo, al comprender que se refería a otra cosa.

—Salen del asilo y andan por las casas pidiendo comida y tabaco.

Su padre hablaba de los enfermos mentales internados en el hospital psiquiátrico de Oliva: el asilo, como lo conoce la gente de la región.

El gigantesco nosocomio, que está a la salida de la ciudad de Oliva, en la Provincia de Córdoba, alberga a cientos de personas con diversos problemas mentales. Su predio, colinda con los campos vecinos, por lo que no es extraño que algunos pacientes internados traspasen los límites del establecimiento y deambulen por la zona rural. Van de casa de campo, en casa de campo; pidiendo algo para comer, o tabaco para fumar, entre otras menudencias.
Para los habitantes de la zona, es común verlos aparecer ocasionalmente. Tras el requerimiento de estos pobres vagabundos, suelen darles algo para que se vayan de la casa y ya no molesten. No podríamos decir que les temen; pero, por las dudas, los asisten con cierta distancia en el trato.

—¡Pobrecitos! —dijo su madre—. Rezá tres glorias por ellos, esta noche. Cuando veas uno en el campo, te venís para adentro de la casa.

Ya acostada, olvidando a los enfermos del asilo, cerró los ojos. Puso la almohada a su lado y la abrazó, como le gustaba hacerlo habitualmente.
La cama era su mundo, y en su imaginación, al abrazar la almohada, hacía de cuenta que se estrechaba con alguien que recibía y le brindaba afecto.

Las últimas noches, desde que había descubierto un librito de cuentos, la almohada pasó a ser el príncipe que salía en la ilustración de la segunda página. Era un ser distinguido y apuesto, capaz de conquistar a cualquier chica, en especial, a ella.

En aquellos sueños conscientes, guiados por las fantasías románticas de la pequeña niña del campo, el joven de sangre azul llegaba un día hasta su casa, cuando estaban todas sus primas y parientes del pueblo reunidos en el patio, haciendo las tareas de la carneada. Allí, frente a todos, el príncipe la miraba y decía en voz alta: "vengo a buscar a la señorita, mi novia ¿Vienes conmigo?".

Con los grillos nocturnos y el mugir de alguna vaca, sonidos que se diluían en el pasaje de lo cotidiano a lo onírico, Angelina repasaba la escena mental una y otra vez: ella, el príncipe apuesto y su declaración de amor frente a todos.
Mientras se dormía, una sensación de gozo surgía en medio de la noche campestre, fluyendo desde lo más profundo del corazón de la niña, para terminar dibujando una bella sonrisa involuntaria en su rostro.


III

La taza enlozada estaba llena, casi hasta el borde, de café con leche. Densas formaciones de crema cubrían la superficie y se obstinaban en seguir apareciendo; pese a que Angelina las retiraba con la cuchara y las ponía sobre el plato de la taza.

—¡Qué lástima que le saqués toda la crema! —Reprobó la madre —. Te hace bien, a vos, que estás tan flaca. El papi la ordeñó esta mañana para que tengan para tomar la leche, y ustedes la desprecian.

—La ordeñó para vendérsela al camión de la leche —respondió desafiante el hermano mayor.

—Sí, pero también para ustedes. Terminen el desayuno y vayan a darle de comer a los animales. Con tu padre nos vamos al pueblo a hacer las compras y a ver al homeópata, que hoy, viene a Oliva.

Así comenzaba otra mañana, al menos para los niños. Los adultos empezaban en la madrugada, con el tambo y todas las tareas rurales, que sumadas a las del hogar, mantenían funcionando ese micro mundo.

En el patio, el sulky estaba listo.
Cuando Angelina vio a su madre, vestida con la ropa para ir al pueblo, pensó que era una mujer linda. Quizás no tanto como la madre de la chica del librito de cuentos, pero claro, tampoco vestía la misma ropa elegante, ni lucía el mismo peinado sofisticado.

El libro de cuentos era distinto a todo lo que la rodeaba. En las ilustraciones de sus páginas, abundaban las tonalidades vivas. Rojos, azules, verdes y amarillos, entre pinceladas de otros colores, llenaban los dibujos infantiles de cada hoja. Incluso, en una de ellas, había un arco iris que los reunía a todos.
Sólo eso bastaba para que el universo que surgía de esa pequeña maravilla impresa, contrastara fuertemente con el entorno que la niña habitaba. Es que en su percepción del paisaje rural, los tonos eran pasteles y tristes. Los verdes eran pálidos y, lo peor, abundaba el marrón por todas partes.

El color marrón era aburrido para ella. Para empeorar las cosas, estaba en el suelo, en las plantas, en las oxidadas máquinas ¡hasta en la ropa y los abrigos!.

Antes de que el sulky partiera, se aproximó la Tía. Abrió la cartera que traía y sacó un rollito de billetes que entregó a su cuñada. Ésta, ya estaba instalada en el asiento junto a su marido, que retenía a la yegua con las riendas.

—Traeme cafiaspirina y eso que te dije. —Encargó la tía.

Los chicos, que estaban dándole de comer a los pavos, vieron que la tía se había aproximado al sulky con la cartera y no perdieron la oportunidad; presurosos llegaron corriendo y le imploraron:

—Tía ¿nos comprás algo?

Fingiendo fastidio, para cumplir con la política de austeridad que pregonaba el padre de los niños, su hermano, la tía se dirigió nuevamente a su cuñada y le dijo:

—Ay ay ay ¡está bien! traeles una gallinita a cada uno —dijo, satisfecha en su interior, por complacer a los sobrinos que amaba como a hijos. El destino había ordenado que como mujer dedicada al clan familiar, liderado por su hermano, no aspirara a casarse ni tener su propia descendencia.

Sin previo aviso, el chasquido de un latigazo rompió el aire y la voz del padre tronó:

—¡Vamos, se hace tarde! ¡Vayan a hacer las cosas! ¡Cuiden a su hermana!

La yegua partió rauda, por el camino que ya conocía de memoria. Por su parte, los perros, los siguieron ladrando hasta la punta del camino.

—Vení, ayudame a preparar la comida que tengo algo para darte —dijo La Tía y, juntas, se diirigieron al interior de la casa.

La penumbrosa habitación de la mujer, rara vez veía la luz del exterior. El modesto mobiliario que la equipaba, lo componía un ropero lleno de sacos, polleras y todo lo que una mujer solterona necesitaba para vestir con decoro. Una cómoda, la cama, y lo más importante: la mesita de luz, completaban la pieza de la tía Clara.

—Pasá —le dijo.

Era un privilegio que tenía sólo la jovencita, entrar a la pieza de La Tía. A los varones, no les interesaba. Tampoco se esperaba que entren al misterioso reducto de una mujer, mayor y solterona.

—El domingo lo terminé y lo guardé para vos. Tomá, te lo regalo —Estirando la mano le entregó un frasquito de perfume vacío.

El pequeño recipiente de vidrio era hexagonal en la parte inferior. La tapa, estaba compuesta por otra pieza de vidrio con forma de prisma y rosca en la base. Con su aspecto traslúcido, para la muchachita era como una joya venida de otro mundo.

Agradecida, lo tomó, se lo llevó a la nariz y se dejó transportar por los residuos del aroma florido y dulzón que la invadió; aunque, unos instantes después, sin saber porqué, le recordó al velorio de su pequeña prima.

—Gracias, tía. Lo voy a guardar.

Y salió corriendo hacia una precaria y diminuta construcción que había en el fondo del patio y, a veces, se usaba para encerrar gallinas.

Allí dentro, había una silla de montar en desuso, iluminada por decenas de haces de luz del sol. Los rayos, tras colarse por los huecos de las paredes, trazaban su paso gracias a las motas de polvo en suspensión, generando miríadas de puntos luminosos que le daban al lugar un aspecto mágico.

Oculto bajo la silla de montar, había un cajoncito de madera con cinco frasquitos de perfume vacíos. Era su posesión, su tesoro surgido del reino de los cuentos, en medio de ese lugar, rústico y sencillo.


Capítulo 2

I

Empezaba siempre por la última hoja del diario. Se entretenía con todo lo accesorio a la información y recién después, buscaba los primeros titulares. Cada tanto, una ráfaga de viento le dificultaba la lectura, al volver rebeldes las páginas del matutino que bailatobean sin movimiento predecible. En esos casos, sólo levantaba la vista. Circundado por decenas de rascacielos, veía la silueta del Luna Park, con su fachada gobernada por el cartel que destacaba su nombre.

-Fijate -le dijo a cualquiera de sus compañeros que quisiera oírlo-, la penúltima letra no prende su luz. Arreglar eso, seguro que sale mucho dinero. El dolar, hoy, bajó sesenta centavos y quedó en ochenta y dos con noventa.

Varios de sus compañeros, al igual que él, estaban sentados en la vereda, con el cuello del abrigo levantado hasta la mugrienta barba de meses atrás. Al escuchar palabras referidas a dinero lo miraron con interés en aumento. Era un comportamiento reflejo. Ese grupo de parias, al igual que todos los que veían transcurrir la vida abandonados a la suerte de las calles, no podían perderse la posibilidad de conseguir alguna moneda o billete. Siempre en concepto de limosna.

Inmediatamente, comprendieron que el que había hablado de dinero era uno tan indigente como ellos: Humberto Farías. Así que, rápidamente, volvieron a su ostracismo, hasta que se presentara una oportunidad de verdad.

Él, por su parte, siguió indiferente a la falta de atención a su conversación y agregó:

-No sé adónde irá a parar el país, seguro que al Polo Sur, ahora que los aviones de la Marina aterrizaron allá por primera vez.

Tal de bizarra era la situación, culpa de Humberto Farías: el pordiosero que tenía nombre y apellido, leía el diario y era portador de un montón de leyendas, que se contaban en las avenidas de la gran capital sudamericana. Algunos decían que el pobre hombre venía de Europa. Otros, contaban como la pasada crisis del país lo dejó en situación de calle, tras dirigir una gran empresa.
Sea como sea, en lo que todos coincidían, era en el hecho de que estaba loco.

Cuando el viento dejó de fluir caprichosamente, volvió a la lectura.

De pronto, la lamida insistente y cariñosa de uno de los perros que lo acompañaban a todas partes, lo devolvió a su rol de líder de la manada y salió a buscar algún bocado para todos. Recursos no le faltaban. Los numerosos bares que había a la redonda, proveían enormes cantidades de desperdicios. Estos desechos, bastaban para alimentarlos, a él y a todos sus perros. Pero necesitaba algo más. Por eso, a veces desmalezaba patios, con lo que se hacía de algunos pesos para comprar vino.

II

No era tan fácil como antes. Dormir en la vía pública, como una persona que no respeta las leyes de la sociedad, tenía su riesgo. Las fuerzas del orden patrullaban y solían meterse, también, con los pordioseros. Por eso, aquella noche, cuando un pequeño camión detuvo bruscamente su marcha frente al banco de madera que le servía de lecho, comprendió que algo no andaba bien.

-Creo que es este -dijo uno de lo tres hombres que se bajó con guardapolvo y con cierta satisfacción en el rostro.

-¿Vos, sos Humberto Farías? -gritó mientras lo tiraba por el hombro y le quitaba la cubierta de hojas de diario que lo cobijaba sobre el banco.

-Sí, es éste -respondió otro-. ¿No ves todos los periódicos que lo envuelven? Es el loco de  los diarios -agregó.

-No tiene nada que ver -acotó el tercero-. Cualquier vagabundo usa diarios. Acá, en la noche, se envuelven con ellos y se protegen del frío. Pero, tenés razón: Es él. Tiene el mismo saco de corderoy de hace años, con la manga mitad verde y mitad amarilla.

Miró nuevamente el reporte que llevaba en una carpeta. El sello de la policía y la firma de un médico director de hospital certificaban su importancia. Buscando confirmar el hallazgo, se acomodó para que las luces del faro del camión, aún en marcha, iluminaran la circular. Repasó los detalles de la descripción y, asintiendo en voz baja varias veces con la cabeza, volvió a mirar al vagabundo recostado sobre el banco. Éste, por su parte, simulaba dormir como si la situación no estuviera sucediendo. Finalmente, el funcionario buscó las palabras en su cabeza y con firmeza le dijo:

-Humberto Farías, lo venimos a buscar para devolverlo al Hospital Psiquiátrico de Oliva. Hace cuatro años que sus hermanas tratan de localizarlo. Creían que se había muerto caminando por los campos. ¿Cómo llegó hasta aquí?

Como el indiferente hombre seguía simulando dormir, ignorando la presencia de sus visitantes, quien parecía ser el que daba las órdenes, hizo un gesto de cabeza a sus compañeros para que se pusieron en acción.

Ante la certeza de lo inevitable, y haciendo honor al dicho popular: “Seré loco, pero no tonto”, Humberto Farías se puso de pie de un salto y, antes de que los otros pudieran hacer algo, sentenció:

-Los acompaño, muchachos, pero con dos condiciones...

-No compliques las cosas, Farías, que estamos cansados -protestó uno de los hombres de guardapolvo blanco.

-Dejalo que hable -dijo el otro-. Seguro que quiere comida o alguna pavada. Es tarde y nos queremos ir. No quisiera demorar teniendo que ponerle el chaleco de fuerza de prepo.

-¿Qué querés, Farías? -gritó el otro de los hombres.

-Voy con ustedes, pero, viajo adelante, en el asiento junto al conductor del camión -respondió con seguridad.

-¡Imposible! hace muchísimo que no te bañás. Además, en la cabina entramos solamente tres. Tenemos reglamentos que cumplir -argumentó el que estaba más lejos.

Nuevamente intervino el que parecía ser el superior, dirigiéndose a uno de los que lo acompañaba:

-Bianchi, Usted viaja atrás, en el camión. Farías viene en la cabina. Si hay olor, abrimos los vidrios y no se habla más.¡Vamos que me esperan en mi casa!

-La segunda condición... -se apresuró a agregar el victorioso pasajero- es que mis amigos viajen conmigo. Tenemos muchas cosas que hacer juntos -agregó, refiriéndose a los seis perros, que percibieron el giro de la situación y se pusieron a olfatear y mover la cola de manera amistosa.

Ya en camino, Humberto disfrutó el paseo por las calles de una de las capitales más importantes del mundo. Sentado entre el conductor y el jefe del grupo, el pestilente pordiosero se entregó a sus pensamientos. En tanto, Bianchi, intentaba simpatizar con los apestosos y pulguientos animales en la caja del camión, adaptado para el transporte de locos.



III

Siete semanas habían pasado desde que el interno, evadido tiempo atrás, se encontraba en el pabellón de adaptación. Tras volver al asilo, Farías no había vuelto a escaparse, ni siquiera a intentarlo.

El mundialmente reconocido hospital psiquiátrico, al que lo habían devuelto después de casi cuatro años de su desaparición, era pionero en abordar los tratamientos de sus pacientes, no sólo con drogas, también lo hacía con un sistema de socialización que aprovechaba las enormes instalaciones. El predio ocupaba varias hectáreas llenas de patios y parques, donde, los que podían por sus características de conducta, interactuaban con otros internos en igualdad de condicones.

El problema fue que Humberto Farías no quería salir al patio, ni pasear por el parque. Se había sumido en una profunda tristeza que se originó al llegar al nosocomio. Cuando el transporte que lo traía detuvo su marcha tras el largo viaje desde Buenos Aires, descubrió que sus amigos habían sido bajados en la perrera de un pueblo del que no le quisieron dar el nombre. Lo único que rezaba la insultante boleta del servicio era: “Transporte loco a Oliva, 438 pesos” y estaba firmada por Anita, la jefa de las celadores mujeres, quien era la autoridad, al momento que llegó el singular pasaje.

Anita se enojó mucho por la forma despectiva del comprobante para referirse a uno de sus pacientes.

... Continúa

3 comentarios:

  1. Habría pequeñas cosas que señalar, como por ej. cuando se recuesta sobre la almohada y luego se refiere a la cama, está siempre en el mismo lugar, no hagas allí dos párrafos sino uno solo. Sobre el uso de los guiones es más complicado, te lo explico por correo.
    Te dejo este fragmento de Sergio Sinay de su libro "La palabra al desnudo":
    "LA PALABRA CREA Y CURA, UNE Y SALVA, CONSERVA Y ENRIQUECE, CREA LÍNEAS IMPRESCINDIBLES EN EL TIEMPO, SOSTENIENDO LA MEMORIA, CREA Y RECREA EL MUNDO, ENUNCIA EL AMOR, CALMA EL DOLOR, ILUMINA ESPACIOS OSCUROS, NOS SACA DE LA SEPARATIDAD"
    Tenés mucha capacidad y el texto brota naturalmente, sin adornos inútiles. Te felicito. Con mucho, mucho cariño.

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  2. En: "Dejanos tu mensaje" no pude entrar. Deben ser mis limitaciones respecto al manejo de la computadora.
    Un abrazo

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  3. En: "Dejanos tu mensaje" no pude entrar. Deben ser mis limitaciones respecto al manejo de la computadora.
    Un abrazo

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