¿Qué vas a encontrar en este blog?

Este blog nace como un pequeño proyecto literario personal para que tengan un espacio los textos que a veces siento necesidad de escribir.
Espero que sirva como canal para encontrarnos con los lectores a los que les pueda interesar esta obra. Aquí estarán publicados los relatos sobre mi hermana Soraya Lanfranco, otros textos de todo tipo y la obra de mi padre, Carlos Alberto Lanfranco, quien me encargó que la publique, poco antes de morir.

El blog se llama Sorenado en homenaje a Soraya, que ya no está con nosotros. Sorenado es un término que ella inventó cuando era pequeña. Como esta iniciativa es acerca de palabras, me pareció apropiado para que la identifique.

Espero que les gusten los trabajos y nos hagan llegar sus impresiones a través de los comentarios. De esta manera lograrmos un ida y vuelta que enriquezca el contenido.

Germán Lanfranco

domingo, 8 de noviembre de 2015

HIPOCRESIA. - Tres rubios y mi hermano.


Relato escrito por Carlos Alberto Lanfranco en el año 2001.

Esta vivencia se me presentó súbitamente y la plasmé en estas líneas, las mismas están preñadas de nostálgicos tanto como neblinosos recuerdos, que navegan agridulces por el extraño océano, de  mi  mente.

Corría, creo, el año mil novecientos cincuenta y cuatro, en el “adormecido” pueblo de Oliva que tenía aspiraciones de acceder al rango de ciudad, contaba como pocos de un buen número de escuelas donde se impartía la educación a todos los niños de la localidad y a muchos estudiantes de las poblaciones vecinas. En las mismas se confundían los alumnos con distintas posibilidades económicas, ya que no podría hablar de nivel social. Los más pobres eran asimilados a los grupos sin ninguna prevención, ni cualquiera de estas tonteras que parecen haber reverdecido en la sociedad de nuestros días, en que los desposeídos son rechazados insensiblemente, aún por los párvulos de los jardines infantiles, como trayendo de sus cunas conductas tan vituperables. Por aquellos años todavía estaba vigente el fruto de la gran inmigración que había tenido lugar una o dos décadas atrás, en que se podían reconocer a una gran mayoría de “galleguitos”, muchos “gringuitos”, algunos rusitos, turquitos y los “criollitos”, que eran casi todos los más humildes.

El colegio al que concurrí “en la primaria”, se llama “Escuela General Manuel Belgrano”, ocupa media manzana y en aquella época, (antes de las remodelaciones que la convirtieron en un imponente edificio), era una humilde casona, en que cuatro aulas, la sala de música y la dirección se encolumnaban vertebradas por una larga galería techada, en frente de la misma convivía un majestuoso mástil con un “proletario” y ruidoso molino de viento. Dos grandes patios de tierra estaban divididos precariamente por un “maltrecho” seto de ligustrinas. En el que daba de frente a las aulas, jugaban las niñas, no se que las entretenía pero era muy bullangueras, proliferaban los cánticos y aún resuenan en mis oídos el rítmico repicar de las palmas.

 Luego cuando encolumnadas y muy modositas regresaban a las salas, conservaban inalteradas las tablas de sus inmaculados delantales, solo el rubor de sus frescas caritas indicaba que el receso había terminado, contrastando con nosotros los varones que sucios, sudorosos y despeinados, con un gran desbarajuste en las vestimentas, entrábamos en tropel, zapateando en los gastados pisos de madera, palpitando todavía “los interesantes juegos”, que dejamos en suspenso para el próximo recreo, no bien (Doña Luisa, la portera), nuevamente hacía tañir la querida campana de bronce, llamando al solaz.

En aquella época eran muy escasas las visitas de gente ajena a la escuela, por eso creo que me quedó vívido en mi memoria un episodio, (que ni siquiera presencié). Fue en sexto  grado  al que concurría mi hermano, (yo asistía al cuarto), él lo relató y a mi no se me olvidó. El tema en cuestión fue: que tras el edificio de la escuela había un estrecho terreno poblado por algunos  árboles, entre los que se destacaban “tres durazneros”. Los “traviesos de  sexto” recogían  los frutos pintones de estos y le “hacían puntería” a un tarro lleno con cinco litros de agua, que hervía en un improvisado fogón, en el mismo: dos ancianos, Don Paco y su mujer, solían instalar en el fondo de su casa aledaña a mi escuela. Repetidos que fueron estos “frutículos embates”, colmó la paciencia de los viejos vecinos cuando el hirviente recipiente se derramó alcanzado por un “certero duraznazo”.

El ofendido Español apareció por la escuela “echo una furia” y acompañado por la señorita directora que trataba infructuosamente de calmarlo, se apersonó en el aula. Enterada la maestra de tan intempestiva visita y viendo la creciente ira del hombre, por un momento se quedó “sin habla”, luego reacciono  y se unió a su superiora en la nada fácil tarea de tranquilizar al viejo vecino. Cuando éste se apaciguó un tanto, la de mayor rango impuso a todo el alumnado de la situación y ensayó un encendido sermón, tratando de congraciar de alguna manera al damnificado con los traviesos  y con la escuela toda. Este loable propósito se vio frustrado, al ver  Don Paco a Mingui, un muchachito rubio que estaba haciendo un dibujo en un pizarrón  instalado en el fondo del grado. -¡Ese es¡ gritó, ambas educadoras viendo al jovencito de catorce años inculpado, replicaron al unísono: Señor, este niño no puede ser, el Español tomó aire por la dificultad que tenía para respirar por su asma, elevó la voz y dijo tajantemente, ¡estoy seguro que ese es el “Gamberro”¡ las profesoras todavía sin estar para nada convencidas, apelaron a los otros dos rubios que había en la clase, igualmente de catorce años y con sobrados antecedentes de toda clase de picardías. El viejo peninsular, con toda seguridad sobreseyó a los dos pequeños tunantes que las cándidas maestras les presentaran  como “cabezas de Turco” e insistió en poner en evidencia al “solapado gracioso”.

Tras esta explosiva irrupción, Don Paco se fue calmando rápidamente y como era un caballero, perdonó al “imberbe”, se despidió de los demás niños y se retiró acompañado por la ahora aliviada Directora, no sin olvidarse de solicitarle que no castigue “al chaval”.


El mencionado nunca fue sancionado, no sé si por su excelente comportamiento que siempre observó, o fue que las dos buenas damas no  estuvieron convencidas si realmente fue el culpable...  

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