¿Qué vas a encontrar en este blog?

Este blog nace como un pequeño proyecto literario personal para que tengan un espacio los textos que a veces siento necesidad de escribir.
Espero que sirva como canal para encontrarnos con los lectores a los que les pueda interesar esta obra. Aquí estarán publicados los relatos sobre mi hermana Soraya Lanfranco, otros textos de todo tipo y la obra de mi padre, Carlos Alberto Lanfranco, quien me encargó que la publique, poco antes de morir.

El blog se llama Sorenado en homenaje a Soraya, que ya no está con nosotros. Sorenado es un término que ella inventó cuando era pequeña. Como esta iniciativa es acerca de palabras, me pareció apropiado para que la identifique.

Espero que les gusten los trabajos y nos hagan llegar sus impresiones a través de los comentarios. De esta manera lograrmos un ida y vuelta que enriquezca el contenido.

Germán Lanfranco

lunes, 20 de junio de 2016

Los niños pobres

Relato escrito por Germán Lanfranco

Inmediatamente nos llamaron la atención. Los niños pobres habían llegado frente a casa, junto con su papá. Tendrían más o menos nuestra edad, ocho años. Toda su vestimenta eran harapos. Sus manos, sucias y arrugadas, lucían uñas desprolijas y llenas de tierra.

Con mis hermanas, dejamos lo que estábamos haciendo y empezamos a observarlos con asombro, escrutando cada centímetro de sus figuras, con la imprudencia cruel propia de los pequeños.

No estábamos acostumbrados a presenciar la pobreza con tanta crudeza. Por eso, la repentina llegada de esa familia, frente a la puerta de casa, pudo distraernos del juego que desarrollábamos en la vereda.

—¿Está tu papá? —preguntó el hombre, dirigiéndose a mi.

Lorena y Soraya, mis hermanas, salieron corriendo hacia adentro, antes de que pudiera contestar, avisando a nuestros padres que llegaron prontamente, tomando control de la situación con naturalidad.

—¿Cómo le va? —saludó mi papá, afablemente.

—Vivimos cerca de aquí —respondió el hombre—. Necesito sacarles fotos de “carné” a éstos —dijo señalando a los niños que venían con él— y me dijeron que, Usted, hace eso.

—Sí, claro —se apresuró a responder mi padre—…

—Las necesito ahora mismo y no tengo dinero para pagárselas. Me las piden en la policía para un trámite de los chicos —completó el hombre su alocución.

El silencio ganó la escena por unos segundos. Pese a mi edad, entendía que ponía en un grave compromiso a mi papá. Las fotos instantáneas eran muy caras en esa época. Se hacían con una máquina polaroid que usaba una placa que permitía obtener hasta cuatro pequeños retratos. Mi padre, atesoraba sólo un par de esas placas, porque el negocio iba mal. Por la noche, los había oído hablar con mi mamá y sabía que había dificultades económicas.

En tanto hablaban los grandes, una de las niñas, que estaba mordisqueando un pedazo de pan duro, se lo dio a su papá, que lo guardó dentro de una gran bolsa de arpillera, llena de otros bollos de pan viejo.

“La próxima vez que alguien saque un trozo para comer, va a estar todo baboseado”, pensé con asco.

—¡Qué hermosos hijos que tiene! —afirmó mi mamá, a la vez que sonreía con ternura genuina.

—Los chicos tienen hambre —dijo mi papá—. Pase que les serviremos leche chocolatada, mientras los preparamos para la foto.

Mi mamá se fue hacia adentro, pero el hombre insistió en que le trajeran las tazas con leche a la vereda.

Tanta atención de nuestros padres hacia esos niños, nos produjo un rapto de celo, por lo que miré a mi hermana con malicia y le dije:

—¿Vamos a seguir jugando, Lorena?

Mi hermana adivinó la intención y me acompañó a buscar los mejores juguetes que teníamos. Con ellos, nos pusimos a lucirnos frente a los niños pobres, que miraban maravillados nuestras posesiones infantiles.

En eso estábamos cuando salió mi papá a la vereda y nos miró con tristeza. Esperó a que se fuera la familia con sus fotos y, sólo entonces, nos dijo:

—Otra vez que haya chicos pobres, no saquen sus juguetes. Eso no está bien.

Así de sencillas y contundentes fueron sus palabras.

Mi cuerpo recibió una gran sacudida ante la verdad que repentinamente se me acababa de revelar. ¡Eso estaba mal! Aún hoy siento verguenza y arrepentimiento por aquella actitud, mezquina y cruel. Quisiera abrazar a esos caritas sucias y llenarlos de bendiciones.

—El mundo es injusto —nos explicó mi mamá—, pero ustedes tienen suerte, pese a que también son pobres, tienen lo más importante: ropa, comida y un papá y una mamá que los cuidan y quieren mucho.

Las cosas no siguieron bien para la economía familiar y tuvimos que mudarnos a un nuevo pueblo, donde, la bonanza, nunca sonrió en plenitud a los esfuerzos emprendidos con el negocio y el servicio fotográfico. Pese a que no hablaban frente a nosotros, los hijos, percibíamos que las cosas no estaban bien. Eso hacía que mi papá esté siempre preocupado y muchas veces de mal humor.

—¿Vieron qué rico todo lo que hay en la iglesia? —preguntó Freddy, uno de los amigos que hicimos en el nuevo pueblo y que se caracterizaba por ser hijo de un idóneo en veterinaria al que todo el mundo conocía como el “Doctor Pereyra”.

—¡Sí! —respondí con entusiasmo— ¡Hay una bandeja enorme que tiene algo riquísimo!

—Es mayonesa de ave —acotó Lorena.

—¿Y vos, qué sabés cómo se llama esa comida? —la desafié.

—Porque me lo dijo la mami. Además, me prometió que un día la va a preparar para comer en casa.

Ese domingo a la mañana, el Padre Ardiles había organizado una feria de comidas para recaudar fondos. La ocasión era especial porque se celebraba el Día del padre. La idea era que cada familia, que pudiera colaborar con la parroquia, preparara un plato de comida, o una torta, para venderlos a quiénes quisieran comprarlos y, de esa manera, juntar unos pesos.

Con ese objetivo, habían dispuesto una serie de tablones que oficiaban de mesas, al frente de la iglesia, donde se exhibían las fuentes con las distintas preparaciones que cada persona llevaba.
Así, había una gran fuente con pollo, otra con arrollado de papas, algunas tortas y unas cuantas pizzas, entre otras delicias preparadas con servicial esmero. Pero, había una fuente que se destacaba de las demás por su llamativa ornamentación. Sus ingredientes, variados en colorido y combinados con gran gusto, hacían suponer que el sabor del plato sería un placer digno de los dioses.

Todos se preguntaban quién había preparado semejante fuente de comida, a la vez que destacaban el arte para combinar morrones, aceitunas, huevos duros y otros ingredientes, en lo que, aseguraban, debía ser una delicia sin precedentes. Aquella mayonesa de ave, era la reina de la jornada y todos los que pasábamos al frente de la iglesia no podíamos evitar desearla mientras se nos hacía agua la boca.

—Seguro que la compra algún gringo con plata —decía alguien por allí.

—Hay mujeres que saben cocinar muy bien —agregaba otro comedido.

—Esta fuente queda para el cura y sus monaguillos —bromeaba el Padre Ardiles.

Con la pandilla que formábamos mis hermanas y algunos amigos, también mirábamos el plato que cautivaba al público. Mientras, me preguntaba quién sería el suertudo que, ese mediodía, pudiera disfrutarlo.

Por su parte, mi mamá había llevado una tarta de manzanas, porque decía que “había que colaborar”. Además, preparó otra para nosotros.

—¡Vayamos a jugar a la plaza! —gritó Freddy y salimos corriendo en grupo hacia el cantero que servía de predio para nuestros juegos.

Eran las doce en punto del mediodía de aquel domingo —lo sé porque estaba estacionado el colectivo que puntualmente llegaba a esa hora—, cuando vimos pasar a una de las niñas de condición más humilde del pueblo con la bandeja de la mayonesa de ave.

¡No dábamos crédito a nuestros ojos! Esa niña, vivía en una de las precarias casitas de chapa y nylon en la periferia del pueblo. Era por todos sabido que su pobreza era extrema y que de ningún modo podría haber comprado ese plato, que, en aquella edad, veíamos como majestuoso.
¿Lo había robado? No parecía, iba muy sonriente y tranquila caminando por el medio de la plaza.
Como veía que la observábamos, nos gritó compartiendo su felicidad: “¡Me la compró un hombre!”, y siguió alegre su paso, al tiempo que se le sumaban su media docena de hermanitos.

Ya en nuestra casa y listos para almorzar la polenta a la pizza, le contamos a mi mamá el sorprendente suceso:

—¿Sabías que a la “Fulanita” y sus hermanitos un hombre les regaló ese plato rico que había en la feria?

—¡Claro que sé! —respondió mi mamá— Lo compró tu papá y se los regaló.

—¿¡El Papi!? preguntamos al unísono, asombrados, con mis hermanas.

—Sí —confirmó mi mamá—. Su papá es un hombre muy generoso. ¡Siéntense que ya está la comida!

Mientras mezclaba la polenta con el queso y la salsa intentaba asimilar lo que había pasado. Ese día, terminaba de comprender que para ser generoso no hace falta tener mucho. Es sólo cuestión de sentir el deseo de compartir lo que uno tiene. De eso, sabía mucho mi papá. Mi memoria está llena de anécdotas y recuerdos que lo pintan como un hombre con un corazón enorme, para con las personas o los animales. Mi padre fue un hombre de gran riqueza que me dejó la posibilidad de heredarla, si es que tengo en cuenta sus ejemplos. Un héroe sin dinero que luchaba a diario con sus defectos, pero que terminaba sobresaliendo por sus nobles virtudes. Un hombre que entendía que el mundo puede ser un lugar mejor, si todos compartimos lo que tenemos, con quien lo necesite.

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