Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte: afirmación que es una perogrullada, si consideras que entre cinco mil millones de personas que hay en el mundo, alguna ha de parecerse a ti.
“Cinco-seis, con velocidad de sesenta”, recordé la instrucción para establecer el diafragma de la cámara fotográfica. Apunté el lente e intenté enfocar correctamente el rostro del difunto. La cara sobre el parabrisas del vehículo estrellado se veía turbia, quizás a falta de mi pericia con el sistema de foco.
Sólo me quedaban tres tomas, del rollo de doce. “Debo asegurarme de obtener buenas fotos”, pensé. Las del último siniestro estaban levemente movidas y la compañía de seguro había expresado su queja.
“¿Por qué mejor no vienen ellos, a tomar fotos de accidentes?”, reflexioné enojado. “Debo esperar a que la policía se presente a cualquier hora del día, o de la noche; tomar la cámara y salir como el diablo, a fotografiar los choques. ¡Siempre, renegando para cobrar el trabajo!”
Giraba el lente de la máquina para un lado y para el otro. En ciertas ocasiones, es difícil lograr el foco de la imagen. No me decidía en qué punto se veía más nítida. “Quizás, sea porque el vidrio del parabrisas está sucio, o tal vez esa molesta luz blanca encandila con sus reflejos”.
Había decidido no acudir más a fotografiar accidentes. Me dedicaría sólo a las bodas, cumpleaños de quince y alguna que otra fiesta social. Pero, cuando llegaba el oficial de la policía a requerirme, el morbo por ver el siniestro en primera persona y tener los detalles para contar al otro día en el bar, era más fuerte que yo.
“¡Maldita luz que produce tanto brillo en el capó del auto, así es imposible enfocar la imagen! ¡Debería cobrar el doble, estas fotos que me hacen renegar!”
La calidad de las fotos es de suma importancia para las aseguradoras, constituyen pruebas fundamentales para resolver los juicios. Por ello, debía obtener un buen registro de las huellas de la frenada del vehículo, la posición del impacto y el rostro del difunto.
“¡La puta madre que lo parió! ¡Diez años sacando fotos de accidentes, dos o tres veces por mes, y todavía no aprendí a enfocar esta máquina de mierda! ¡¿O será este muerto podrido, que no se deja ver el rostro?! ¡¿Quién me manda a hacer este trabajo de locos?! ¡Juro que saco esta foto y nunca más, otra!”
En ese momento, tuve la oportunidad. La luz que molestaba empezó a aumentar su brillo, permitiéndome ver mejor y encontrar el punto de foco exacto. Disparé el obturador y respiré satisfecho. ¡Tenía la foto!
Me arrepentí de insultar al pobre infeliz que estaba frente a mí. Tal vez era un trabajador, que presuroso por llegar a su obligación, encontró el fatal destino.
Miré su cara con pena, pero sin miedo a impresionarme; estaba acostumbrado a ver cuadros dramáticos.
La luz, que brillaba cada vez más grande sobre la parte frontal del vehículo, dibujaba reflejos caprichosos en aquel rostro que parecía sonreír maquiavélicamente.
Un miedo religioso empezó a correrme por la espalda. La luz, que ahora iluminaba toda la escena, me permitió ver con detalle el semblante de la muerte, reconociendo esa imagen que tenía frente a mí, del otro lado del parabrisas. Sus facciones, por demás familiares, lucían el corte que me hice afeitándome por la mañana. De su cuello, una cinta que decía Kodak, colgaba sosteniendo a una máquina semejante a la mía.
Creo que alcancé a pensar que estaba frente a un doble, “¿podrían existir dos personas tan parecidas?”; cuando los recuerdos del policía buscándome para sacar fotos, los disparos accidentales del flash en pleno viaje y la potente luz que cegó mis retinas, me hicieron dudar de si estaba dentro o fuera del coche.
La ráfaga de luz, que nunca dejó de crecer, nos abdujo: a mí y a mi doble.
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